miércoles, 3 de diciembre de 2014

Cuyagua desde la arena: encrucijada de viajeros

Los encantos de Cuyagua no se encuentran sólo en la paz y adrenalina que se revuelven como una merengada entre sus olas. Un viaje visto desde la arena cuenta una experiencia totalmente distinta, aún más si sales de abajo de la sombrilla y te das a la tarea de conocer a quienes hacen de la playa un sitio tan cambiante y lleno de historias. Entre las palmeras y árboles que sirven de refugio para el sol inclemente de mediodía se ven pequeños campamentos efímeros, con sus carpas, chinchorros y cocinitas de gas instaladas, territorios delimitados por piedras donde sus terratenientes venden libros, collares y artesanías.Todos los meses es posible reconocer rostros nuevos en la playa, quemados y con el sol en sus melenas, unos con acento más fuerte que otros, pero nunca puros, siempre mezclados con los tonos de tierras ajenas, y es que los hippies viajeros son un ingrediente que a Cuyagua nunca le falta. Tuve la oportunidad de conocer a Carlos, un hombre con sonrisa de marfíl en sus últimos 20s, quien sin utilizar laca lograba mantener su afro en óptimas condiciones, siempre viendote a través de sus lentecitos redondos remendados (los cuales no se quitaba ni para surfear). 

Carlos, mirando al mundo desde sus lentes redondos.


Nacido en Ecuador, venido de una familia de políticos, Carlos decidió emprender su viaje indefinido hace aproximadamente un año, con una mochila en la espalda y sin planes de tomar algún avión comenzó su camino. Había recorrido varios países, Colombia, Perú, Brasil, y finalmente llegó a Venezuela, donde llevaba unos 20 días instalado en Cuyagua, alegando que la semana siguiente iba a vender una bicicleta que tenía para financiarse un ferry que lo llevara a La Isla de Margarita. Pudo contarme muchas anécdotas de sus viajes, personas que conoció, lugares que nunca iba a olvidar, lo difícil que se le habían hecho algunos trechos y lo increible de las experiencias que había vivido. Viviendo a punta de la venta de artesanías y libros, asi como de la pesca y alguna que otra empanada, Carlos hacía su hogar de cada playa que visitaba, aproveché de comprarle un libro "La Habana Sin Tacones" de María Elena Lavaud, el cual devoré en el regreso a la ciudad. Con aire tranquilo Carlos escondía su rebeldía a los parámetros sociales entre sus dientes siempre pelados, pudimos compartir y debatir varias opiniones entremezcladas con historias, parando de vez en cuando la conversación si alguna brisa nos hacía suspirar y ver al mar. Cuando mis amigos salieron empapados cargando las tablas nos sentamos en la arena a comer alguna frutica que trajimos. Mientras ellos descansaban y conversaban sus logros sobre las olas yo me fijé en la montaña al final de la playa, donde en la cima había como una mínima choza de palos que nunca había notado. Carlos nos dijo que era "el mirador", y que la vista era increible. No tuvimos necesidad de que nos vendieran más la idea para comenzar la caminata. La playa tiene esa trancisión entre arena y piedritas pulidas de todos los colores y tipos, suavecitas al tacto, haciendo del suelo un mosaico milenario cuyas protagonistas son minerales viajeros que, como Carlos, decidieron establecerse en Cuyagua. Pasamos al lado de una casita abandonada que sirve de museo urbano para los graffiteros locales, ¡encontrándonos un camino en subida que brillaba al sol! Las rocas que lo formaban eran grises, con pequeñas superficies plateadas que reflejaban la luz como miles de estrellas en tierra (por ahí dicen que eso puede llamarse Moscovita).

La Casita

Bromelias pinchudas

La vía se llenó de vegetación protagonizada por cactus y Bromelias (puras plantas pinchudas), bellísimas, pero que los mosquitos no nos dejaron detenernos mucho tiempo a ver. 

¿Mosquitos?





Después de un ratico y de algunas picadas salimos del bosquecito para recordar nuevamente que estabamos en la costa, nos encontramos con la chozita escuálida, que brindaba sombra ante el sol de mediodía, y parados ahí, GUAO, nos encontramos con una vista increíble, la inmensidad del mar desde arriba, lo sutil de la playa abajo. Desde el risco se podían ver absolutamente todas las tonalidades de azul que nuestros ojos humanos nos permitian diferenciar. El mar salvaje parecía domesticado.


 Desde aquí, nos contó Carlos, los pescadores veían a los cardúmenes de peces en la madrugada, para ubicar sus presas antes de echar las redes. Nos tomamos un momento para disfrutar el estar sentados frente al mar manso, compartimos un "dulce de coco" que nos dió carlos, una mezcla de coco con más coco y leche condensada, diciéndonos que lo hacía una señora en una de las casitas del pueblo, uno de sus bocadillos venezolanos favoritos.

"-No puedo jugar contigo- dijo el zorro - No estoy domesticado."- El Principito


¿Cuál habrá sido su bocadillo favorito en Colombia, o Perú?  ¿En cuántos rincones escondidos como éste se habrá sentado a ver el mar? el mismo mar, tan igual y tan diferente, como Cuyagua, tan distinta desde el agua como desde la arena. Suena descabellado ir por el mundo a lo loco, como Carlos, pero al final del día ¿no son las aventuras lo que realmente recordamos? El calor de la gente y el frio del viento, sentir. Quizás no vaya a irme por el mundo de playa en playa, pero ¿por qué no agregarle un poco de aventura al día a día? No parar de descubrir hace la vida emocionante.

Y más allá del horizonte quedan muchas costas por recorrer.



Allí sentada viendo a mis amigos hablar tranquilamente con Carlos pensé que probablemente sea la última vez que lo vuelva a ver, y se convertirá simplemente en una más de mis historias, quizás yo me convierta en una de las tantas de él. Extrañamente, más que tristeza, es una alegre melancolía, como una chispa de presente que anhela las aventuras del futuro. Una pequeña historia de un rincón escondido en cuyagua, ¡cuántas más faltan por vivir!

La acuarela de Dios.



¡Quiero enamorarme de lugares que aún no he visto y de personas que aún no conozco!

Gala