Enmascara con sutileza su peligro al caminar por las calles empedradas del centro, acogiendo la mirada curiosa del espectador. No pude ocultar mi sonrisa muda ante el esplendor de la Asamblea, con sus estatuas centenarias con los ojos vendados, guardando esa justicia que el pueblo lleva años exigiendo, pero que ha sido opacada por vendedores ambulantes frente a los letreros políticos, adornados con arte callejero irreverente, una de las pocas formas de expresión social que realmente está a la vista de todo el mundo.
El metro, esa bestia escondida en las entrañas de la ciudad, que te empuja a su interior vestido como caja de pandora, sin clave alguna de lo que se podrá encontrar en su interior, donde algunas veces se entra caminando o se entra flotando en un tumunto de gente, quejidos y sudor. Se podría escribir un gran libro sólo describiendo a los personajes que diariamente entran a los vagones del metro, cazando puestos vacíos, cediéndolos a las embarazadas barrigonas, y algunos más gentiles a los ancianos arrugados. El metro es un tema tan interesante, que preferiría hacer un post dedicado exlusivamente a él.
Bajamos del vagón con la misma inercia con la que subimos, en nuestra ida a la estación de Antímano decidimos hacer una parada como inexpertos turistas en la estación de Capitolio, encontrandonos en el exterior con la Caracas humana y desordenada, de múltiples olores y colores, con basura rodeando a los vendedores de jugo, a las madres cargando a sus muchachitos y a los que se daban una siesta en el piso, producto de una noche pasada en licores. Caminamos entre la gente dudosos de nuestro rumbo, guiados por una amiga que conocía la zona. Con los sentidos alerta, como si de una jungla se tratara llegamos a la plaza O'leary hermosa y mantenida, con sus fuentes y bancos ocupados (¿Sabían que las fuentes de las plazas fueron diseñadas para refrescar el ambiente en las mismas? Y qué acertado, buen dato de un futuro arquitecto) nos quedamos absortos en toda la infraestructura que rodeaba a la plaza, incluído el majestuoso teatro Junín, y por un momento nos imaginamos en los viejos años de la ciudad de los techos rojos, esperando para entrar a una función llena de risas, chismorreo y peinados extravagantes. Pero al salir de nuestro viaje en el tiempo caímos en cuenta de que ya las cosas no son iguales, y que llevábamos mucho tiempo en el mismo sitio, era hora de moverse. Cómo han cambiado los tiempos.
Teatro Junín 1954
Con melancolía vieja como la ciudad en el alma, seguimos nuestro camino hasta llegar a las escaleras del Calvario, son tan largas como dicen, desde abajo no se ve lo que hay arriba, sólo unas enormes letras en colores nacionales que citan "TE QUIERO CARACAS". Tardamos algunos minutos en subir, pisando entre mugre y olor a orine, pero al llegar a la cima, a pesar de las respiraciones forzadas el sentimiento es de dominancia mundial, la vista es hermosa, y al mirar hacia atrás, un camino de asfalto entre montones de árboles incentivó nuestra curiosidad, y seguimos caminando, para descubrir uno de los sitios más hermosos y escondidos de Caracas, sin duda, para mi, uno de los secretos mejor guardado de la ciudad: el parque Ezequiel Zamora, antiguamente llamado parque El Calvario.
Alejandro viendo la ciudad
Desde arriba seguimos pasadizos de caminerías y árboles, encontrándonos con bustos de próceres inmóviles e indios furibundos en un ambiente tan agradable que nos permitimos relajarnos simplemente al caminar, se podían ver familias con sus hijos, parejas tomadas de la mano, pasamos por una estación policial y por una pequeña plaza con una fuente, donde jóvenes bohemios le tomaban fotos a un perro local que despreocupadamente se bañaba, todo rodeado de vegetación imponente y personajes ilustres. Captó mi atención la inmortal Teresa, vigía del parque, señora de décadas de sobriedad, con su mirada apacible dándo espaldas al desorden de la ciudad.
Teresa Carreño
Llegamos a la parte externa de una bella capilla amarilla que veía hacia la ciudad, de donde corrimos con nuestra presencia a una pareja que buscaba un momento de intimidad. Nos apoyamos en la baranda de concreto y por unos minutos nadie habló. Caracas, Caracas Camaleónica, los tendederos y edificios de múltiples colores, los gritos, las cornetas, los gestos de amabilidad, el peligro de su gente, el apacible parque donde nos encontrábamos, todo es Caracas.
Parque Ezequiel Zamora, al fondo se observa la capilla amarilla y el cafétín con su anuncio en rojo
Regresamos por donde vinimos parando antes en una hermosa cafetería también allá arriba (de verdad me encantó el lugar) donde nos sacudimos el calor. Al estar de nuevo en la cima del mundo, con las escaleras a nuestros pies y el mar de gente cientos de escalones abajo, decidí dejar un poquito de mi corazón en ese escondido parque, esperando a que algún día vengan tiempos mejores, y pueda decir que mi Caracas Camaleónica cumplió la promesa que le hizo a la Caracas de antaño, la promesa a Teresa, la promesa a sus abuelos, la promesa que sus hijos no hemos cumplido.
"Tanto, tanto que iba a hacer, y me quedé en un canto, canto que no se, si moriré esperando tu volver, o viviré para recibirte con un café"
¿Cómo no voy a esperar, esperarte, esperanza?
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